25 de noviembre de 2025

Nacionales 25/11/2025

La política de la felicidad en la era de la imagen

Un síntoma de época

La política de la felicidad: ¿una entelequia en la era de la performance? ¿Cómo abordar la dimensión existencial y comunitaria de la política y la cultura sin una crítica profunda al individualismo y la tecnología? Pendientes de las imágenes, nos vendemos como productos. Esperando reacciones, a la caza desesperada de un "me gusta" vamos construyendo vínculos superficiales. En ese mismo espacio nos juzgan y juzgamos, muchas veces con crueldad.

Son redes digitales con contenidos que replicamos una y otra vez, una y otra vez. Con vídeos construidos con inteligencia artificial, que no importa si son verdaderos, ya que el único objetivo es entretener. Matar tu tiempo.

En el paroxismo de la imagen, hemos mutado en mercancía. Reels que se reproducen sin un corte. Sin posibilidad de mirar críticamente. Un perro que salva a un bebé, una persona que se cae o un pibe que sufre bullying. Ternura animal, crueldad, humillación, burlarse del otro y agresión parecen ser los lugares comunes. Somos sujetos exhibidos consumiendo exhibiciones, existencias delegadas al algoritmo, dependencias al likes y a mínimas dosis de aprobación que metabolizamos para construir la frágil arquitectura de un vínculo superficial. Es en ese espacio de la red donde la crueldad se vuelve anestésica y el juicio se ejerce sin cuerpo ni consecuencia. La infoesfera se ha convertido en un campo de reproducción infinita, un loop de contenidos que se replican, indistinguibles en su origen o veracidad. El reels que se sucede, el flujo constante que nos hurta la posibilidad de la pausa y, por ende, de la mirada crítica.

Sobre esta dinámica de la (in)comunicación, que moldea nuestra psique, la reciente interpelación del documental "Cómo ser feliz" de Ofelia Fernández se impone como un espejo. Nos obliga a detener la marcha para revisar la precariedad de nuestra subjetividad en un ecosistema digital que nos consume.

La pandemia de la salud mental y la autolesión adolescente no es una casualidad ni un desvío individual. Es la sombra estadística de un sistema que, al masificar el smartphone y las plataformas, construyó un nuevo modelo de negocios: la usura de nuestra atención.

Los datos indican la gravedad del problema: en la actualidad la mayor cantidad de muertes violentas no es por robos. No son los femicidios ni los accidentes de tránsito. La principal causa de muerte violenta son los suicidios. Según datos oficiales de la Secretaría de Seguridad Nacional, en el 2024 hubo 4.249 personas que se quitaron la vida, más del doble de los homicidios dolosos que fueron 1.803. La cifra, terca y dolorosa, es un grito político que debe atravesar el ruido.

Esta implosión de la vida, esta retirada definitiva, no es un drama privado: es el síntoma colectivo de una época. No te está pasando a vos en soledad; nos está sucediendo como comunidad.

Si la realidad se ha diluido, es porque hemos perdido el anclaje material de lo tangible. Como advierte Byung-Chul Han en su lúcido diagnóstico sobre la era digital, percibimos la realidad a través de la pantalla. La ventana digital diluye la realidad en información, que luego registramos. No hay contacto con cosas ni con otros, se nos va privando de la presencia.

Las redes digitales son infraestructuras corporativas, un negocio que lucra con nuestra dependencia y con el despojo de nuestra materialidad. La respuesta no puede ser un mero gesto terapéutico, sino una intervención radical de la esfera pública. Es urgente que el Estado, desde un análisis interdisciplinario y con la audacia de la regulación, limite el uso de dispositivos en los espacios educativos, liberando el aula y el recreo para la recuperación del encuentro cara a cara y la construcción de experiencias y donde los cuerpos y el presente tengan un tiempo y un lugar.

La verdadera resistencia se gesta en la recuperación de la calle, en el habitar las comunidades, en el fortalecimiento del tejido social. Se trata de volver al cuerpo, a la presencia, al afecto distribuido y no delegado al like.

Generar espacios libres de estas prácticas adictivas, recuperar los rituales y los símbolos colectivos, es el camino para politizar la felicidad. Es decir, es el camino para recuperar la capacidad de construir una vida significativa y común, que no se venda ni se consuma en una pantalla.

El camino hacia la comunidad es un acto de afirmación contra la fuerza homogeneizante del sistema. Un mundo que se pretende total, que se vende como la única realidad posible a través de sus plataformas y sus flujos de datos, es, en esencia, un mundo ausente. Un mundo común no es, por lo tanto, el mundo global, pues el mundo global es una condena a la unidimensionalidad política y a la claustrofobia histórica y social, de las que día a día vemos y padecemos las consecuencias de forma más extrema. La clave reside en la desobediencia al aislamiento impuesto, en la ruptura de ese perfil optimizado y solitario que nos exige la plataforma. La comunidad, en su sentido más urgente, no es un hecho que se pueda aislar de otros, y aún menos un producto de la victoria de un pensamiento único. Es, en cambio, una mirada y un compromiso con lo que, precisamente, no se deja aislar. En ese acto de vernos y sabernos juntos, empáticos, diversos, plurales, en la comunidad habilitante incluso de aquello que no tenemos en común, más allá de la pantalla, reside la esperanza de salvar la vida de la lógica del scroll.

* Docente, Investigador en UNMDP, Director de Artes Escénicas, Doctorando en Educación en UNR

** Licenciado en Comunicación Social UNLZ. Especialista en Comunicación y Culturas UNCO. Profesor de la UNRN

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